martes, 1 de abril de 2014

El libro amarillo, segunda parte/ Prologo. Estallido en púrpura.

 Antonio abrió los ojos, comprendió a duras penas que estaba despierto y que no conseguiría dormir por el momento, de modo que se levantó, fue al baño sin saber por qué, abrió el grifo y se echó el agua sobre el rostro, se reconoció al verse en el espejo, se notó demasiado flaco, su pelo era castaño claro, casi rubio, estaba más corto que la última vez que se vio. Antonio no entendía muy bien el porqué de aquellas cosas, simplemente lo hacía por pura rutina. Cuando bajó las escaleras de la casa estaba ya vestido, no sabía cómo ya que nunca se le dio bien meter la pierna por unos pantalones vaqueros, los zapatos deportivos que llevaba puestos estaban medio rotos, y la camiseta blanca de hoy también estaba manchada de salsa de tomate, como cada día, él se daba cuenta a veces, hoy era uno de esos días, sin desayunar se fue a la calle, a sus quehaceres diarios. 
 Bajar las escaleras hoy no le dio problemas, ni la puerta. La calle no estaba concurrida, apenas un par de personas que vio a lo lejos cuando el camino desembocaba en una plaza. Entonces, como cada día, anduvo los pasos de siempre, primero un pie, y luego el otro, así, poco a poco, contando cada uno de ellos. 
<< Por fin, hoy los había recitado bien, y casi de corrido. Después de esos pocos pasos ya estaba enfrente del letrero de su establecimiento que leyó una vez más de forma mecánica, como cada día, >>.
 -Buenos días Antonio, pasa, pasa, no te quedes en la puerta.- Dijo el hombre, y Antonio comenzó a moverse. Entro en la tienda sin detenerse y le dedicó su mejor sonrisa al dependiente, ya que hoy no recordaba su nombre. 
 -Joder Antonio, ¿otra vez te has manchado esa estúpida camiseta? ¿Por qué no procuras ponerte otra?- Le aconsejó el dependiente, a lo que Antonio apuntó – No, no… No tengo.-
 -¿Qué no tienes? Me cago en tus muertos, que no tiene dice… - Antonio levantó una ceja, queriendo comprender qué quería decir el dependiente, o con quién intentaba hablar, si en la tienda no había absolutamente nadie. 
 Antonio no se sintió confuso. Pocas veces en su vida lo había estado. Salvo aquella vez, aquella vez que de repente, un día, como otro cualquiera su hermano desapareció. 
Ese día el cielo estaba gris, el viento soplaba con una gran fuerza, como era normal en su región, su hermano se levantó como cada día, después casi se ahoga con la leche del desayuno, se pelearon entre ellos y miró la pared unos 20 minutos con sus profundos ojos azules. Antonio recordó dejarlo en casa, ahí mirando la pared, él se iba más temprano, aún debía asistir al instituto. Recuerda el trastorno en casa, las largas horas de espera, la gente yendo y viniendo, los llantos, fue algo un tanto traumático, lo bastante como para que se quedara pintado en su memoria, como un cuadro de trazos irregulares y tonos grises y oscuros, lo que importa es que lo recordaba, que ya es bastante. 
 Cuando Antonio volvió de los charcos de su pensamiento el dependiente estaba hablando con una pareja, ella parecía mucho mayor que él, pero hasta Antonio notó el amor que se profesaban. Se pasaron unos pocos minutos hablando, Antonio ya estaba tremendamente aburrido de estar allí y decidió salir.  Curiosamente el sol se estaba poniendo, hacía buen tiempo y se dedicó a vagabundear un poco por las calles, llegó hasta el mar sin saber muy bien cómo, comenzó a andar por el paseo, le gustaba el ambiente, la gente corriendo, las niñas con vestidos veraniegos, algunas personas le saludaban, él devolvía el saludo gustoso, la mayoría de las veces no conocía a las personas, y con los rostros que sí identificaba acudía él mismo a identificarse y saludar con gran efusividad. Pronto se encontró en un paraíso idílico y no tuvo más remedio que pararse a contemplar. 
 Antonio se asomó por el antepecho de piedra, casi podía sentir el paisaje vibrar por sí solo. La brisa le hacía oscilar el cabello. El sol se ponía en oblicuo a su derecha, el cielo se teñía de una ingente gama de colores cálidos, desde un amarillo cada vez más deslucido con el paso de los minutos a un profundo naranja y acabando en un desteñido rosa que inundaba todo el cielo. A pocos metros bajo él las olas rompían con cierta fuerza en los bloques de piedra dispuestos de forma desordenada para que no horadasen en la base del paseo, era como el latido del mar. Y el olor era maravilloso, al respirar se podía notar la sal del mar y su sensación de humedad. Antonio disfrutaba de una alguna forma, poco consciente, de todo aquel magnífico ambiente, cuando un sobresalto le hizo salir de su trance.
 -Antonio.- Sonó una voz fuerte, clara y limpia a su espalda. Antonio se giró un poco asustado, no había oído llegar al individuo. Parecía por complexión un hombre, que estaba además en buena forma. Iba ataviado con unas zapatillas deportivas, un pantalón de chándal negro y una sudadera en un tono gris claro, con la capucha colocada sobre su cabeza, lo cual le dejaba la cara bajo sombras.
 -Esto no lo hago sólo por ti, ni por mí. Es por toda la humanidad.- Esta vez a Antonio la voz de aquel misterioso hombre se resultó más que familiar, pero su cerebro de pedales no le dio oportunidad siquiera a empezar a comprobarlo. Sintió una terrible fuerza de empuje en su pecho que lo hizo tropezar sobre el duro pretil, su espalda lo traspasó quedando completamente arañada, sus ojos se llenaron de horror cuando sintió la ingravidez a la que no estaba acostumbrado, y empezó a precipitarse cabeza abajo, hacia los bloques. Lo demás solo fue un estallido en púrpura.